Tonantzin Guadalupe, Rostro Materno de Dios
Pbro. Eleazar López Hernández
Centro Nacional de Ayuda a las Misiones Indígenas, 2019
Este 12 de diciembre celebramos en la Iglesia la fiesta de la Virgen de Guadalupe, patrona de México y emperatriz de las Américas. Ella es, sin lugar a dudas, la misma Virgen María de Nazarét, la Madre de nuestro Señor y Salvador Jesucristo; pero, para los mexicanos, ella tiene connotaciones que sólo se entienden dentro de la religiosidad de nuestro pueblo profundamente conectado con la manera en que nuestros antepasados indígenas entendían la relación con Dios.
Según el relato del Nican Mopohua, el indio Juan Diego, principal protagonista del evento guadalupano, iba caminando durante el mes de diciembre de 1531 en la noche oscura, en el frío del invierno y con el dolor de ver lossímbolos de su pueblo caídos en tierra, es decir, en un contexto de colapso de su mundo social, cultural y religioso a causa del choque violento con el mundo europeo que llegó aquí y conquistó con la espada y la cruz este territorio hace 500 años, se encuentra con una cihuapilli o doncella, que luego pidió llamarse Guadalupe, nombre con la que ya la conocían los conquistadores; pero para los vencidos les sonaba más a Coatlaxupe (la que está sobre la serpiente), que a su vez les hacía recordar a la antigua Coatlicue, la del faldellín de serpientes, madre de Huitzilopochtli, Dios relacionado con el sol.
La Virgen de Guadalupe se presenta a Juan Diego como la Madre de In Huel Nelli Téotl Dios (el verdadero Dios Téotl), In Ipalnemohuani (Dador-a de vida), In Totecuyo (Nuestro Señor), In Tloque Nahuaque (que está cerca y junto de nosotros), In Huilcahua In Tlalticpaque (Dueña/o del cielo y de la tierra). Esos eran los principales nombres que los habitantes de estas tierras usaban para dirigirse a la Divinidad en su religión antigua y que los misioneros habían condenado en el fallido diálogo de los Doce primeros franciscanos con los líderes religiosos mexicas. Pero Juan Diego, ya convertido al cristianismo, sostiene ante el obispo Juan de Zumárraga que “por todo lo visto y oído, yo sé que ella es la Madre de nuestro Redentor Jesucristo”. Como primer teólogo indio cristiano, Juan Diego puede afirmar que el Dios cristiano es el mismo Dios que desde milenios los pueblos del Anáhuac conocían y adoraban. Es lo que, varios años después, los estudiantes del Seminario Indígena de la Santa Cruz de Tlatelolco, encabezados por Antonio de Valeriano, ponen por escrito en el relato del Nican Mopohua, donde con orden y concierto se narran las apariciones de la Virgen de Guadalupe. Esta misma teología india es la que se mostró en el reciente Sínodo Panamazónico convocado por el papa Francisco y celebrado en Roma el mes de octubre pasado.
La conexión con el mundo prehispánico pervive hasta nuestros días en la religiosidad popular como síntesis vital de las dos vertientes religiosas que conforman el alma de México y de América Latina. Esta religiosidad es también el motor de las peregrinaciones, danzas, romerías y demás elementos de la fe sencilla de nuestro pueblo. La gente de hoy no solo se viste de Juan Diego, sino que se asume como tal para cargar y llevar adelante el proyecto guadalupano que cambia su realidad de dolor, enfermedad, inseguridad y muerte en el xochitlalpan o tierra florida, en el tonacatlalpan o tierra de la abundancia, que soñaron sus antepasados y que él ve también en el Reino proclamado por Jesús de Nazarét: “Yo vine para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Juan 101,10).
Juan Diego, que se hallaba sumido en la desesperanza, –“sólo hemos nacido para esperar el momento de nuestra muerte”– mira en Tonantzin Guadalupe el rostro materno de Dios, que le dice: tu eres “el más pequeño de mis hijos”, “no se aflija tu corazón por ésta ni por ninguna otra enfermedad”, “¿no estoy yo aquí que soy tu madre?”. Una madre que se pone a su lado, lo levanta del polvo, le devuelve su dignidad perdida y lo hace sujeto activo de la construcción de una sociedad nueva donde puedan ser “oídos y remediados todos los lamentos, miserias, penas y dolores” del pueblo y donde Tonantzin pueda “mostrar y dar todo su amor, compasión auxilio y defensa”.
En orden a lograr ese cambio radical Juan Diego es convocado por la Virgen a sacar al obispo de su palacio y convencerlo de ir al lugar del pobre a fin de que conozca su realidad y se comprometa a construir, junto con él, la Teocatzin o casa sagrada de Tonantzin, donde quepan con dignidad todos los moradores de estas tierras y convivan como hermanos tanto la gente de aquí como los que llegaron de otros lugares. Al escuchar esta misión tan grande Juan Diego se considera imposibilitado de realizarla pues reconoce con humildad: “me mandas adonde no ando y no paro”. Pero, una vez que es reconfortado con la confianza y respaldo total de Tonantzin Guadalupe, –“tú eres mi embajador digno de toda confianza”-, asume la tarea con todo su entusiasmo y energía. Y eso mismo se muestra en el compromiso del pueblo mexicano cuando en la historia se dan las condiciones para luchar por los cambios que hacen falta tanto en la sociedad como en la Iglesia.
A los ministros o servidores pastorales de la Iglesia nos corresponde acompañar a este pueblo profundamente guadalupano para que viva a cabalidad la vocación sublime que Dios le ha dado en la historia pues, al igual que en caso de la Biblia para quienes oyeron y vivieron el plan salvífico de Dios, los mexicanos nos hemos atrevido a afirmar: “Non fecit táliter omni nationi” = no hizo nada semejante con ninguna otra nación. Asumamos eso con orgullo, pero sobre todo con responsabilidad dando testimonio coherente de la gracia inmerecida que hemos recibido.