Comentando la encíclica Laudato Si desde la perspectiva indígena: Eleazar López H.

Por Eleazar López Hernández,

Centro Nacional de Ayuda a las Misiones Indígenas.

8 de julio de 2015

Introducción

2015-07-08 17.54.52Hace unos días me hicieron una entrevista telefónica para que expresara mi sentir, desde la perspectiva indígena, sobre la Encíclica del Papa Francisco en torno al Cuidado de la Tierra como nuestra casa común. Y mi respuesta fue afirmar mi enorme alegría porque esta Encíclica muestra el talante de este Papa que surgió de nuestra periferia latinoamericana llevando no sólo nuestros problemas (nuestras espinas), sino también nuestras mejores propuestas (nuestras flores) para enfrentar la problemática del mundo actual. Ya en la Encíclica Evangelii Gaudium el Papa había reafirmado uno de los ejes principales de la teología latinoamericana que es la centralidad de los pobres en el evangelio cristiano. Y ahora, con Laudato si’ asume para toda la Iglesia, con inocultable entusiasmo que rápidamente contagió a todos, una de las preocupaciones más antiguas y fundamentales del pensamiento indígena de esta orilla del mundo: la relación armónica con la madre tierra como matriz, resguardo y sostenimiento de la vida en el planeta.

¡Cómo no estar alegres y esperanzados cuando la instancia mayor de nuestra Iglesia retoma y lanza al mundo algo por el que los indígenas hemos luchado siempre y que reiteradamente hemos lanzado a los cuatro vientos, a menudo, sin encontrar eco ni en el ámbito civil ni en el religioso! Quienes nos sentimos hijas e hijos de la Madre Tierra seríamos incoherentes si no celebráramos que el clamor de ella ahora puede ser escuchada por la fuerza y autoridad que tiene el Pastor Universal de la Iglesia, que además viene a dar la razón a la teología de estos pueblos originarios tanto en su expresión precolombina como también en su expresión actual, al incluir en el magisterio pontificio no sólo estas categorías teológicas indígenas sino también el sentido más profundo que ellas tienen para nuestros pueblos. Por eso esta encíclica rebasa lo tradicionalmente ecuménico de otras palabras pontificias que intentan incluir a las demás denominaciones e iglesias cristianas, porque ella introduce un planteamiento que proviene del patrimonio macro-ecuménico de la humanidad contenido no sólo en las grandes religiones, sino hasta en las pequeñas del mundo como las tribales y de tradición oral de los pueblos indígenas.

¿Cómo explicar esta apertura tan amplia de la Iglesia a la voz ancestral de los pueblos? Desde luego es un signo de los tiempos que únicamente se entiende en el contexto del gran kairós abierto desde el Concilio Vaticano II hasta nuestros días. El mismo Papa Francisco es parte de este kairós que Dios nos da. Es una muestra más de cómo el Espíritu de Dios aletea nuevamente sobre el caos actual moviendo las aguas de la historia e invitándonos a entrar en ella para quedar renovados y así poder actuar adecuadamente en la construcción de los cielos nuevos y la tierra nueva que manifiesten la llegada del Reino de Dios entre nosotros.

Los antecedentes de la encíclica Luadato Si’, evidentemente no son recientes. San Francisco de Asís, en quien explícitamente el Papa se apoya desde el inicio del escrito, ya había intentado introducir en la Iglesia tanto la centralidad de los pobres como el valor e importancia de las criaturas de la naturaleza tomando esta concepción holística de los desechados de su tiempo. Más recientemente el magisterio latinoamericano, a partir de los años 60s, después de percatarse de la existencia de los indígenas, primero como pobres y luego como diferentes, poco a poco da el paso de mirar sólo las espinas o heridas de este sector a admirar sus incuestionables flores o valores que ellos aportan al resto de la humanidad. Y así en Puebla (1979) los pastores se percatan que todas las culturas –incluidas las indígenas- no son terreno vacío donde hay que plantar el evangelio de Cristo, sino espacios sembrados siglos y milenios por estos pueblos, donde también Dios ha esparcido las “semillas del Verbo”, que la evangelización no ha de destruir sino servir para llevar a su crecimiento, fortalecimiento y plenitud en Cristo (DP 201.401.403.404.451). Después en Santo Domingo (1992) nuestros obispos ponen a los indígenas como modelo a seguir en la relación armónica con la naturaleza (SD 169.176.248); y Aparecida “valora especialmente a los indígenas por su respeto a la naturaleza y el amor a la madre tierra como fuente de alimento, casa común y altar del compartir humano” (DA 472).

El Papa Francisco llegó al Pontificado teniendo en sus manos esos antecedentes pero sin conocer más ampliamente la problemática y la perspectiva indígena de las cosas. Sin embargo muy rápidamente se abrió a ellas y las incorporó a su voz y compromiso pastoral. Como él fue el redactor principal del texto final de Aparecida, de ella toma ahora los números 125 y 126[1] como esquema básico para la encíclica Laudato Si’. Varios episcopados le acercaron otros materiales necesarios para construir su pensamiento y acción sobre la ecología. Desde luego resalta la colaboración de la Iglesia Brasileña y especialmente del Consejo Indigenista Misionero, CIMI, con su presidente Erwin Kräutler, quien llevó al Papa la situación dramática de la Amazonía y de sus pueblos. Pero está también la voz de una de las iglesias pioneras de México en la Pastoral Indígena: San Cristóbal de las Casas que celebró en 2013 su Congreso sobre la pastoral de la Madre Tierra, cuyo documento final empieza exactamente igual que la Encíclica Papal con la oración de San Francisco. Ya antes, en 2010, el obispo Felipe Arizmendi, llevó esta voz ecológica que se gestaba en su diócesis a un Simposio del Celam en Buenos Aires, Argentina, donde estuvo presente el entonces Cardenal Bergolio. Don Felipe elaboró su ponencia de la misma manera que el Papa Francisco hizo ahora para la encíclica, es decir, recogiendo y profundizando la palabra plural de indígenas de muchas partes del continente, a quienes pidió previamente su palabra. De modo que en esos textos están las voces de muchas personas que contribuimos a dar rostro a la coyuntura actual de la Iglesia.

Para no endosar a otros la responsabilidad de las afirmaciones que hago, tomo como muestra lo que de mí[2] Don Felipe incluyó en su texto “Ecología y Pueblos Originarios”[3] y que, de alguna manera, llegó también al Papa Francisco, pues nuestras ideas principales están tomadas en cuenta en su encíclica.

Palabra del Pbro. Eleazar López Hernández:

A partir de mi experiencia de ser indígena y de ejercer el ministerio sacerdotal en la Iglesia Católica, puedo afirmar que para los pueblos de la Biblia y para los pueblos indígenas de Mesoamérica la relación con Dios involucra necesariamente la tierra, de la que procede todo y de la que procedemos todos. Para los pobres de Yavé y, con más énfasis, para los pobladores originarios de este continente, nadie ni nada se puede entender sin una relación estrecha con la tierra, que es matriz, resguardo y sostenimiento de toda manifestación de vida en nuestro pequeño territorio y en nuestra gran casa.

Por eso para quienes estamos vinculados a los pueblos nativos de estas tierras y también para quienes se sienten interpelados por la construcción de “otro mundo posible” a partir de una perspectiva ecoteológica o geoteológica nueva, hace falta comprender mejor tanto el pensamiento bíblico cristiano como el pensamiento indígena acerca de la tierra a fin de asumir de ambas vertientes –que conforman hoy el alma del pueblo latinoamericano-,[4] la riqueza espiritual que nos movilice a luchar porque se haga realidad ese “cielo nuevo y esa tierra nueva” del evangelio de Cristo, y esa “tierra sin males”[5] o “tierra de la flor”[6], soñada por nuestros antepasados y que resulta del “Suma Kausay”[7] o vida en armonía entre nosotros y con todas las hijas e hijos de la Madre Tierra.

En la experiencia teologal indígena de Mesoamérica la tierra ocupa un lugar central e indispensable. Toda vida viene de la tierra, que es el mayor sacramento de Dios (a quien llamaron Ipalnemohuani= Aquel por Quien vivimos), el que constantemente nos da la vida. En los mitos de las culturas del maíz, la tierra es la energía vital originaria, un ser vivo que nos vivifica. La vegetación es su piel o su vestido, en las cuevas de los cerros está su vientre, los ríos son sus cabellos; cualquier parte de ella son los brazos con que nos acaricia y nos protege, porque todos los vivientes somos sus hijas y sus hijos.

La fraternidad como ideal ancestral de los pueblos indígenas resulta del hecho de que todos somos “parientes” por venir de la misma madre, que es la tierra. Los humanos no estamos por encima de esta lógica, ya que compartimos la vida con las piedras, las plantas y los animales.

Según los mayas hubo varios proyectos previos de humanidad que se caracterizan y se distinguen por el material diverso tomado de la tierra, que Dios usó para formarla: madera, barro, piedra, monos (cfr. Popol Vuh).[8] Representan estilos distintos de vida. Todos fracasaron porque les faltó solidez, capacidad de movimiento y, sobre todo, conciencia y sentimientos (corazón). Sólo las mujeres y los hombres a quienes Dios hizo de maíz subsistimos hasta nuestros días, porque somos los verdaderos interlocutores de Dios, los que le reconocen, le alaban y se constituyen en sus colaboradores para mantener la armonía de la vida en la tierra. La llamada “cruz maya” representa el ideal de la armonía de todo cuanto existe. Los humanos somos los guardianes y reconstructores de esa armonía.

Para los mesoamericanos Dios es Corazón del Cielo y Corazón de la Tierra. Y lo representaban en Quetzalcóatl, Kukulkán o Gucumátz, que carga el cielo por encima de la tierra, para formar así nuestra casa que es el mundo. También los humanos fuimos creados por Dios para colaborar con Él en esa tarea de levantar el cielo sobre la tierra y mantenerlo como ahora está. Para ello debemos ponernos en equilibrio y en armonía en el centro, allí donde se cruzan los rumbos del universo y, por medio del servicio al pueblo, volar como hacen ritualmente los totonacas, colgados de un palo alto, entre el cielo y la tierra, e ir descendiendo al dar 52 vueltas, formar el siglo mesoamericano, símbolo de la historia en la que hoy vivimos en la tierra. O danzar, como lo hacen los rarámuris o tarahumaras, zapateando sobre la tierra como si fuera el gran tambor de la vida. Y es que Dios solito no quiere llegar al culmen de la creación ni mantener la armonía de la vida; los humanos hemos sido formados para ser colaboradores de Él en esta tarea. Es lo que expresa el mito de cómo resolvió Dios el caos de la caída del cielo sobre la tierra, creando a la humanidad para que junto con Él pusiéramos el universo como ahora está.

Para el indígena mesoamericano la tierra no nos pertenece; más bien nosotros pertenecemos a la tierra. Vivimos por ella, estamos en ella, terminamos en ella. Porque somos sus hijas e hijos; somos su familia al lado de los demás seres de la creación. La tierra, entonces, no se puede vender porque no es mercancía, sino que forma parte constitutiva de nosotros mismos.

Sembrar la tierra no es propiamente un trabajo, sino una relación o colaboración amorosa para que la Tierra nos dé el alimento, como lo hace una madre. Por eso, sembrar es un acto sagrado (litúrgico) que exige primero pedir permiso y luego pedir perdón; hacer sacrificios y prestar colaboración con la tierra manteniendo la reciprocidad; ya que si ella sufre para producir el maíz, nosotros debemos también sufrir por ella respetándola, cuidándola y defendiéndola contra toda agresión.

El Cielo indígena, nuestra utopía, es Xochitlalpan, la tierra de la flor, que es la verdadera tierra, o sea el lugar de la sabiduría, de la belleza, de la armonía; también es Tonacatlalpan, la tierra de nuestra carne y de nuestro sustento, esto es, lugar de la abundancia, del bienestar, del derecho a la vida para todos los hijos de la tierra. Por eso buscamos construir esta utopía desde aquí y ahora, a través de la verdadera “fraternidad”, a través de la defensa de la “comunidad”. Por esto en algunas regiones del Continente, a esta utopía le llaman “Tierra sin males” (Guaraníes).

La perspectiva capitalista imperante, que mira la tierra y sus componentes sólo como medio de producción y por eso la explota degradándola con tecnologías dañinas, se contrapone a la perspectiva indígena y a la perspectiva cristiana, porque está en contra de la vida. Sólo es posible la vida si respetamos y colaboramos con la Madre Tierra. Nosotros necesitamos de ella y ella necesita de nosotros; además, ella tiene derechos que deben ser reconocidos y respetados por todas y todos.

Volver a la relación armónica con la tierra y con todas sus hijas e hijos es condición indispensable para superar la crisis actual. La austeridad indígena en el uso y consumo de los bienes de la tierra es el único camino que podrá revertir la depredación y contaminación que se ha echado sobre el planeta, por causa de la explotación irracional, de la ambición de tener y del consumo voraz de los bienes de la creación, acaparados por unos cuantos.

También en este aspecto los indígenas tenemos, en los mitos y sabiduría ancestral de los pueblos, semillas de un mundo nuevo y justo, donde la vida sea posible en paz y armonía, y donde el ideal de Cristo también se pueda hacer realidad: “Yo vine para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10,10).

Cuando en el área mesoamericana hablamos de “casa”, (de donde viene el término “ecología”), los indígenas nos referimos a la realidad material de la construcción donde habitamos, pero de inmediato nuestra mente se remonta a la categoría de casa grande donde habita la comunidad, donde vive el pueblo, y en casa aún mayor, la tierra, donde existimos como humanidad. Es decir que nos referimos al planeta tierra y al universo, que es la verdadera casa de todas y de todos. Esto indica de qué manera la temática y la preocupación ecológica no nos llega por la actual crisis del medio ambiente, que obliga a los más lúcidos de la sociedad occidental a pensar mejor las cosas, sino que forma parte integrante de nuestra perspectiva ancestral, que ha sido agredida en el encuentro con la sociedad colonial y ahora está atacada más violentamente por causa de la crisis.

Los indios de este continente no nos sentimos escoria o basura. Nosotros somos hijas e hijos del cielo, de la nube o de la lluvia. Somos el fruto de la relación de amor de nuestro Padre el Sol y de nuestra Madre la Tierra.

Los mayas consideran que todos tenemos una misión al nacer y tenemos que buscar cuál es nuestro lugar en el universo. En la medida que ayudamos a mantener y recrear la armonía personal, social y cósmica, cumplimos con nuestra misión de colaboradoras y colaboradores de Dios.

Lamentablemente estos valores están siendo abandonados por hermanos indígenas a causa de la migración o influenciados por la educación alienante y por los medios de comunicación social. Pero hoy tenemos que recuperar esos valores, fortalecerlos y ofrecernos a los demás miembros de la sociedad y de la Iglesia para construir juntos el mundo nuevo que queremos.

Hasta aquí la cita del texto de Mons. Felipe Arizmendi presentado en Buenos Aires, Argentina, en 2010.

Un comentario final

Es evidente la influencia indígena en las palabras expresadas en la Encíclica Laudato Si’. Por eso nos sentimos contentos de que la Iglesia institucionalmente se una a la lucha ancestral de nuestros pueblos para que prevalezca la vida en el planeta. Y con el Papa Francisco, reiteramos a los demás: “necesitamos una conversión que nos una a todos, porque el desafío ambiental que vivimos, y sus raíces humanas, nos interesan y nos impactan a todos.. Las actitudes que obstruyen los caminos de solución, aún entre los creyentes, van de la negación del problema a la indiferencia, la resignación cómoda o la confianza ciega en las soluciones técnicas. Necesitamos una solidaridad universal nueva.” (LS, 14).

Aún con las limitaciones e incoherencias que también se dan entre los indígenas actuales para llevar a la práctica esta perspectiva ecológica radical, considero que la población nativa seguirá siendo un referente importante en la concreción de proyectos y programas para echar abajo la perspectiva dominante de quienes por ambición del dinero son capaces de llevarnos a la catástrofe ecológica que arruinaría para siempre las posibilidades de vida nuestra y de la Madre Tierra.

¡Enhorabuena pues la palabra del Papa Francisco!

[1] 3.5 LA BUENA NUEVA DEL DESTINO UNIVERSAL DE LOS BIENES Y ECOLOGÍA

  1. Con los pueblos originarios de América, alabamos al Señor que creó el universo como espacio para la vida y la convivencia de todos sus hijos e hijas y nos los dejó como signo de su bondad y de su belleza. También la creación es manifestación del amor providente de Dios; nos ha sido entregada para que la cuidemos y la transformemos en fuente de vida digna para todos. Aunque hoy se ha generalizado una mayor valoración de la naturaleza, percibimos claramente de cuántas maneras el hombre amenaza y aun destruye su ‘hábitat’. “Nuestra hermana la madre tierra”58 es nuestra casa común y el lugar de la alianza de Dios con los seres humanos y con toda la creación. Desatender las mutuas relaciones y el equilibrio que Dios mismo estableció entre las realidades creadas, es una ofensa al Creador, un atentado contra la biodiversidad y, en definitiva, contra la vida. El discípulo misionero, a quien Dios le encargó la creación, debe contemplarla, cuidarla y utilizarla, respetando siempre el orden que le dio el Creador.
  2. La mejor forma de respetar la naturaleza es promover una ecología humana abierta a la trascendencia que respetando la persona y la familia, los ambientes y las ciudades, sigue la indicación paulina de recapitular todas las cosas en Cristo y de alabar con Él al Padre (cf. 1 Co 3, 21-23). El Señor ha entregado el mundo para todos, para los de las generaciones presentes y futuras. El destino universal de los bienes exige la solidaridad con la generación presente y las futuras. Ya que los recursos son cada vez más limitados, su uso debe estar regulado según un principio de justicia distributiva respetando el desarrollo sostenible.

[2] El texto redactado por mí retoma la palabra de hermanas y hermanos indígenas que se expresaron en diversos encuentros de teología y pastoral indígena. Dicho texto lo presenté en el Foro Social Mundial de 2009 en Belém do Pará, Brasil.

[3] Mons. Felipe Arizmendi, obispo de San Cristóbal de las Casas, Chiapas, ponencia en el Simposio del Departamento de Justicia y Solidaridad del Celam sobre “Espiritualidad de la Ecología: Ambientes, Economías y Pueblos”, Buenos Aires, Argentina 20-25 agosto 2010, páginas 4-6 .

[4] En Aparecida el Papa Benedicto XVI definió así la religiosidad popular que caracteriza la fe del pueblo latinoamericano: “La sabiduría de los pueblos originarios les llevó afortunadamente a formar una síntesis entre sus culturas y la fe cristiana que los misioneros les ofrecían. De allí ha nacido la rica y profunda religiosidad popular, en la cual aparece el alma de los pueblos latinoamericanos… Todo ello forma el gran mosaico de la religiosidad popular que es el precioso tesoro de la Iglesia católica en América Latina, y que ella debe proteger, promover y, en lo que fuera necesario, también purificar” (Benedicto XVI, Discurso inaugural).

[5] Utopía del pueblo guaraní

[6] Sueño de los pueblos del Anáhuac Mexicano

[7] Es la propuesta del “Vivir Bien” que anima la lucha actual de los pueblos andinos

[8] Según el Popol Vúh, (Primera parte, Capítulo II), “los primeros humanos fueron hechos de lodo y, en consecuencia, su carne de barro no estaba bien, porque se deshacía, estaba blanda, no tenía movimiento, no tenía fuerza, se caía, estaba aguada, no movía la cabeza, la cara se le iba para un lado, tenía velada la vista, no podía ver para atrás. Al principio hablaba, pero no tenía entendimiento. Rápidamente se humedeció dentro del agua y no se pudo sostener”. Los segundos “se parecían al hombre, hablaban como el hombre y poblaron la superficie de la tierra. Existieron y se multiplicaron, tuvieron hijas, tuvieron hijos los muñecos de palo; pero no tenían corazón, ni entendimiento, no se acordaban de su Creador, de su Formador; caminaban sin rumbo y andaban a gatas… Hablaban al principio, pero su cara estaba enjuta; sus pies y sus manos no tenían consistencia; no tenían sangre, ni substancia, ni humedad, ni gordura; sus mejillas estaban secas, secos sus pies y sus manos y amarillas sus carnes. Por esa razón ya no pensaban en el Creador ni en el Formador, en los que les daban el ser y cuidaban de ellos… Por eso cayeron en desgracia”.

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