Perspectivas socio-religiosas 2019 de cara al proceso de construcción de paz en México

Por José Guadalupe Sánchez Suárez
Secretariado Social Mexicano / Observatorio Eclesial

En el 2018 ocurrieron cambios de enorme trascendencia para el presente y futuro de nuestro país. El inesperado giro de la voluntad popular hacia la izquierda política (mientras en el resto del continente resucitan las derechas conservadoras) llegó en el momento preciso, pues los ánimos populares enardecían ante la posibilidad de un tercer fraude electoral que perpetrara la continuidad del devastador régimen neoliberal y muchos se aprestaban a una sublevación armada como única alternativa de resistencia, como de hecho ya venía ocurriendo en algunas regiones del país ante la violencia criminal y de estado.

Ocurrió, en cambio, una unión social no del todo concertada. Fruto del esfuerzo incansable del proyecto político del actual presidente de la república, pero también del hartazgo y la organización social. Arribamos entonces a un escenario sin precedentes de legitimidad política y esperanza social, en donde por primera vez en muchas décadas, un mandatario pudo caminar entre la gente y un diálogo real entre gobierno y sociedad se perfila como posible en el largo camino hacia la paz y el bienestar social.

Sin ingenuidad, abrigamos esperanzas. Pero somos también conscientes que el daño hecho a la nación por el régimen anterior sólo puede cuantificarse mediante el horror: cientos de miles de muertes, decenas de miles de personas desaparecidas, millones de desplazadas, incontables feminicidios, inseguridad, secuestro y extorsión cotidiana de migrantes, (aún) incalculables niveles de corrupción, destrucción y privatización de la madre tierra, desaparición forzada, hostigamiento, tortura, precarización laboral, militarización, criminalización de la defensa y promoción de los derechos humanos… son apenas algunos rostros y rastros de la devastación, muestra del enorme desafío que tenemos en frente, sin descontar que siguen intactos muchos mecanismos del antiguo régimen, poderes fácticos reales en la política, el empresariado, los medios de comunicación y la sociedad misma que, a cada paso que damos como nación hacia la reconstrucción nacional, oponen resistencia, defienden el estatus quo neoliberal, promueven el odio y la división, alimentan la desinformación.

El nuevo gobierno no es perfecto. Constituye un híbrido de facciones no todas ellas verdaderamente conscientes del radical cambio que necesitamos; algunas demasiado cercanas a intereses económicos ajenos al bien común; pero es claro que, en su conjunto y de forma mayoritaria, existe una voluntad real de gobernar para el pueblo y de extraer de raíz el cáncer que está consumiendo a nuestra nación. También es importante señalar que la sociedad civil organizada está reconstruyéndose de forma crítica y propositiva, encontrando canales eficaces de diálogo con el Estado (en sus diversos niveles) y coadyuvando a que las reformas emprendidas sean pertinentes, adecuadas a un modelo democrático y ciudadano, constructoras de una paz con justicia; previniendo continuidades autoritarias en los distintos campos del bienestar social.

Dos ejemplos de esta concertación de voluntades (social y estatal) hacia una nueva nación (en un diálogo no siempre fácil), son quizás los dos debates que han ocupado la atención pública al inicio de este 2019: el combate a la corrupción en el robo de hidrocarburos y la discusión en cámaras de los límites y alcances de la Guardia Nacional como ente de seguridad por excelencia en el país.

Por un lado, las medidas definitivas de combate al «huachicoleo» (robo de combustible) en el país, cuyas pérdidas superan los 60 mil millones de pesos anuales, han recibido un importante respaldo popular, a pesar de los inconvenientes ocasionados por el cierre de algunos de los principales ductos de distribución de combustible, para así detectar y eliminar las fugas intencionales por las que ocurre la distribución ilegal: salvo deshonrosas excepciones, la sociedad se ha mostrado dispuesta a aceptar una escasez temporal de gasolina, si con ello se combate de raíz la corrupción, que se ha evidenciado no sólo en los niveles bajos de las bandas criminales que roban y re-venden la gasolina, sino en los más altos niveles de decisión de la empresa paraestatal Petróleos Mexicanos (Pemex). Las medidas de castigo a los culpables ya empiezan a tomarse.

Por otro lado, se discute en el Congreso la propuesta de ley que regirá el comportamiento de la Guardia Nacional, mediante la cual el presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO) quiere enfrentar el problema de la (in)seguridad nacional después de 12 años de infructuosa guerra contra el narcotráfico, que no sólo han dejado desastrosos resultados para la sociedad, sino también para las mismas fuerzas armadas (ejército y marina) y policiales del país, carcomidas por la corrupción y devastadas moral y emocionalmente por su imparable caída hacia la derrota. La discusión de fondo es la disputa entre la promesa (pre-electoral) del actual mandatario de desmilitarizar el país y la intención con constituir un cuerpo de seguridad de alto carácter militar, contrario a la Constitución y a los pactos internacionales signados por el estado mexicano.

Aún con la mayoría en las dos cámaras de representantes, que en otro momento hubieran impuesto su voluntad sin chistar, estamos ante otra muestra de un gobierno diferente. La iniciativa de ley se está discutiendo y afinando con la sociedad, con la participación de diversos sectores de la misma e incluso de expertos y organismos internacionales, como la ONU. Nada está definido aún. El debate continúa y el ejecutivo federal no muestra reparo en aceptar las recomendaciones de la sociedad civil (como lo imprescindible que es que la Guardia Nacional esté bajo un mando civil y no militar). Pero el proyecto está aún lejos de ser el ideal para construir la paz en México.

Es en este campo angular del proyecto de nación en el que, de forma excepcional, las iglesias juegan o pueden jugar un papel. La guerra en México no es sólo (ni siquiera principalmente) contra el narcotráfico. Es una verdadera guerra civil que busca mermar la fortaleza social, política, económica y cultural de un país, para hacerlo presa fácil del saqueo irrestricto. Contra esta perversa estrategia, han emergido como sujetos las víctimas. Y junto a ellas, las iglesias, organizaciones y personas de fe, acompañándolas.

Como fruto de la Teología de la Liberación, importantes sectores eclesiales (y uno que otro eclesiástico) en México decantaron su compromiso cristiano hacia los sectores más desfavorecidos del país. Como en otras latitudes del continente, la «opción por lo pobres» tomó rostro de defensa de los derechos humanos de los grupos más vulnerados y de la naturaleza. Las Comunidades Eclesiales de Base florecieron desde hace 50 años, a la par que la primera generación de organizaciones de derechos humanos en México nacía de la iniciativa de líderes religiosos y religiosas de diversas denominaciones cristianas. Conforme avanzaban las décadas, la agenda social y política de estos sujetos de fe, se fue ensanchando al ritmo del proyecto desarrollista (y luego neoliberal) que se imponía en la región.

Muchas comunidades de base y organizaciones de fe, que nacieron al amparo de sus propias instituciones religiosas, llegaron irremediablemente a la encrucijada de ser fieles a la opción liberadora al costo de abandonar la pertenencia (ser desconocidas por las autoridades eclesiásticas) o conservar la pertenencia al costo de abandonar la opción liberadora. Con no pocos esfuerzos, algunas han logrado mantener ambas posibilidades y seguir trabajando «desde la iglesia» por la liberación, muchas prefirieron el reconocimiento y han abandonado el compromiso social en favor de la práctica intra-eclesial; y otras tantas no dudaron en caminar hacia la autonomía respecto de la institución religiosa (que se retraía cómplice hacia los poderes en turno), convirtiéndose en organizaciones civiles, comités de derechos humanos e incluso militantes en la izquierda política (al grado que podemos contarlas entre las que llevaron al triunfo a López Obrador) o en proyectos autonómicos; conservando a pesar de todo su identidad religiosa, su inspiración cristiana o creyente.

La diversificación de las prácticas liberadores que supuso lo anterior, mantuvo viva la Teología de la Liberación en los lugares de frontera de nuestra sociedad: con los pueblos originarios en su defensa de la madre tierra; con los migrantes en su duro peregrinar por nuestro territorio; con los sectores populares en sus demandas de derechos civiles, políticos, sociales, económicos, culturales fundamentales; con las y los defensores de derechos humanos frente a la persecución, hostigamiento, tortura, encarcelamiento por parte del estado detractor; con las mujeres en la lucha contra la violencia y por la equidad y sus derechos sexuales y reproductivos; con las personas y grupos de la diversidad sexual en su lucha por el reconocimiento, el respeto y la no discriminación en la sociedad y las iglesias… y recientemente, con las víctimas, en la búsqueda de sus familiares desaparecidos/as y en la búsqueda de una paz con justicia.

En este momento de emprendimientos cruciales para el país, de nueva cuenta emerge el debate sobre el papel del «sujeto religioso» en el escenario social y político. Mientras es evidente el resurgimiento en Nuestra América de neoconservadurismos religiosos al servicio de proyectos políticos conservadores, emerge también una nueva conciencia de liberación en las iglesias y las religiones, en las organizaciones y personas de fe. Al lado de nuevos y antiguos sujetos, en un nuevo momento histórico, renace la esperanza y se replantean las prácticas. Se articulan iniciativas y se apunta al fortalecimiento del sujeto religioso comprometido socialmente. Se teje una agenda común que, lejos de restar fuerza a las agendas particulares, las potencie mediante esfuerzos concertados.

Uno de dichos esfuerzos compartidos cristalizó en octubre pasado, en un encuentro y diálogo entre representantes del nuevo gobierno, familiares de víctimas, organizaciones y personas de fe (agrupadas en el colectivo Iglesias por la paz). Ahí se presentó el documento «Propuestas desde las Iglesias para el proceso de paz en México«, que fue resultado de arduas mesas de análisis, debate y escucha de las víctimas, y en el cual se propone una agenda integral de construcción de paz que involucre tanto al Estado como a la sociedad, y que sea presidida (moral y estratégicamente) por las víctimas, sujeto que contempla no sólo a las víctimas de la guerra contra el narco, sino también de la guerra económica que ha acampado en nuestro país: víctimas de desastres naturales, víctimas de la desaparición forzada, víctimas del despojo y defensores/as del territorio, víctimas de feminicidio, víctimas de pederastia… son algunos de los rostros colocados en el centro de la discusión y de la acción, sin olvidar a las personas migrantes, muchas veces víctimas de todo lo anterior.

A reserva de que pueda leerse (y difundirse) el documento en su totalidad, el mismo sistematiza propuestas generales y específicas en torno a cuatro ejes fundamentales: verdad, justicia, memoria y reparación integral y no repetición, que exigen impulsar medidas urgentes desde el Estado para cambiar la narrativa de la violencia por la de la noviolencia, a partir de la cual se pueda transformar la actual situación de guerra y declarar el estado de emergencia nacional; también propiciar una relación entre Iglesias y Estado respetuosa del Estado laico y articulado con la sociedad civil para la atención especializada de los más necesitados; finalmente, asumir e impulsar socialmente una política pública de escucha permanente de las víctimas que lleve a identificar e imaginar colectivamente nuevas prácticas, herramientas e instrumentos de encuentro, interlocución y cercanía. (cf. documento citado)

Estos lineamientos propuestos, representan el punto de partida para la construcción de perspectivas comunes de participación eclesial liberadora en la realidad social del país, con perspectiva latinoamericana y global. No son exclusivas ni excluyentes, sino sugerentes, evocadoras del urgente momento en que vivimos y de la no menos urgente acción que nos demanda para hacer posible la verdad, la justicia y la paz.

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